Difícil lo tiene, que duda cabe. Aplicarse los principios de no envidiar el hygge ajeno, no dar lugar a que otros te envidien, apreciar aquello que recuerda al hogar, disfrutar las cosas simples, apreciar el sol y la luz que nos envuelve, participar de la rutina de llegar a casa y encontrar un rincón junto a la chimenea, con manta y chocolate caliente y un gato con ganas de que su humano le proporcione una dosis generosa de mimos. Y pensar que la felicidad es eso y eso es suficiente. Pero nos invade un desasosiego inmenso. Y toda la compostura se pierde.
¿Y qué? Los seres humanos también participamos de lo negativo. Quién sabe si lo más hygge ahora es algún modo de resiliencia que nos conduzca a través de lo absurdo sin temor, para que nos perjudique lo menos posible.
Para no levantar envidias hay que vestirse de pesadumbre, transmitir incertidumbre, hablar de conspiraciones y alimentarse de desconcierto. La felicidad de la nueva normalidad está en ser infeliz.
Y si no es así, siempre quedará el té.
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