miércoles, 3 de junio de 2020

Estuvimos allí: Ibiza nunca más.


Estábamos pasando el verano en Denia y decidimos hacer una excursión de un día a Ibiza. Preparamos ropa de playa y nos fuimos alegremente a coger el ferry. 
Yo decidí que me iba a dar el 'lujazo' de tomar el desayuno en el trayecto y tan pronto embarcamos nos subimos a la cafetería. Pero no habíamos zarpado todavía cuando ya había un considerable vaivén y cuando salimos del puerto, el balanceo, comenzó a ser preocupante. De hecho no apareció el camarero sino un asistente para decirnos si queríamos bajar. Bajar al baño bajamos, sentados en los escalones, pero decidimos permanecer arriba porque bajo estaban vomitando y estaba lleno.

Arriba, la cosa no iba mejor, los butacones se deslizaban suavemente y quedamos un hombre que era una mezcla entre Jaime de Mora y don Quijote y nosotros. Aguantó estoicamente hasta que el desayuno en el mar se convirtió en desayuno al mar.

Cuando, por fin, hacíamos maniobra para amarrar vi por una ventana, con estupor, como un cielo inmenso se convertía en agua verde mar y de nuevo cielo inmenso y por primera vez fuimos conscientes de cómo habíamos estado moviéndonos. Mientras bajábamos barajábamos la posibilidad de volver en avión.

Cuando nos dijeron que para bañarnos en una cala había que coger un bus u otro barco, decidimos pasar el día callejeando. Tomamos un refresco cerca de la catedral con unas vistas increibles desde una azotea convertida en bar y  paseamos entre vestidos blancos y complementos adlib. Descansamos en un snack con una comida merienda ligera y entramos a ver a la virgen del Carmen para pedirle un viaje de regreso calmado, pero, por si las moscas, tambien visitamos la farmacia a por biodramina, que daba más náuseas que el mareo. Es una ciudad bonita que no creo que volvamos a visitar ninguno. Y es que dicen que la primera vez que visitas Ibiza, si la ciudad se enamora de tí vuelves y vuelves pero si no, no vuelves más. 

Al día siguiente nos enteramos de que habíamos navegado con fuertes tifones. Irrepetible y sin ganas de repetir.

Una vez en el apartamento,  nos tomamos el vaso de leche con galletas más hygge del verano mientras nos reíamos de la experiencia. 

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